Colección Mnemosine
Poesía francesa. Siglo XIX.
Edición bilingüe francés-castellano.
110 páginas, 15’2 x 22’8 cm.
ISBN: 978-84-947613-4-8
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El poeta Jean Moréas (1856-1910) fue una de las personalidades más destacadas del París de su tiempo. Profundo conocedor de la tradición literaria francesa, nunca olvidó sus raíces atenienses, y el arte clásico le confirió una sensibilidad excepcional que le permitió experimentar ese poder de “la medida en la fuerza” que también descubrió al contemplar el discurrir majestuoso del Sena. Noctámbulo empedernido, vivió la vida del café, donde su peculiar carácter y fuerte temperamento le convirtieron en centro de atracción de la intelectualidad de la época que, reunida alrededor suyo en el Vachette, escuchaba con deleite aquel recitado de una dicción y resonancia verdaderamente únicas.
Moréas determinó la evolución del arte finisecular y, en cuestión de tan solo cinco años, pasó de publicar el manifiesto del Simbolismo a convertirse en líder de la Escuela Romana que, a su vez, depuraría progresivamente hasta alcanzar lo que algunos han denominado “la verdadera tradición del clasicismo” –aunque el propio Moréas llegara a relativizar cualquier diferencia entre los sentimientos clásico y romántico–. A esa etapa de transición, en la que la mirada a la Antigüedad aún está fuertemente condicionada por el Renacimiento francés y los poetas de la Pléyade, corresponde Erifile (1894), la que muchos han considerado su obra maestra. En ella, Moréas consigue redimir a la culpable heroína griega mediante una revelación inesperada, inadvertida por los poetas y eruditos anteriores que no habían encontrado en la mujer de Anfiarao “ninguna fineza de amor”.
Más de un siglo después de su muerte y sin que la mayor parte de su obra haya sido traducida al castellano, sirva esta publicación de homenaje a un poeta consciente de su propia trascendencia. Como el mismo Moréas aseguró: “Quien se eleva a las altas esferas del arte, un Milton, un Corneille, si pasa días tristes, experimentará, en su mismo infortunio, una infinita dulzura. Se queja, sin duda, y maldice su siglo. Sin embargo, a pesar de esas horas de debilidad humana, el orgullo le sostiene secretamente y le vuelve ya el porvenir visible. Hablo del noble y legítimo orgullo y no de esa pasión equívoca que no toma sino las vanas apariencias. Y estoy seguro de que pocas personas experimentan en realidad este verdadero orgullo hasta el punto de ser socorridas por él…”. Y es que en palabras de René Gillouin: “Tenía conciencia de ser el único trágico de su siglo y sabía que a este título, a pesar de sus imperfecciones, la posteridad le salvaría del olvido, donde se hundirán antes de no mucho los poetas, sus contemporáneos, a los que tuvo la amargura de ver preferir”. Essais de critique littéraire et philosophique, 1913.